La hoguera de las vanidades

La hoguera de las vanidades

viernes, 21 de enero de 2011

Indiscreet


Comparto con ustedes el texto de la columna de Almudena Grandes en El País el pasado lunes:




Hace algunos años, Joaquín Sabina invitó a cenar a su casa a un grupo de amigos entre los que se contaba Ángel González. Al llegar, encontramos el ambiente un poco tenso, pero pronto, entre copas y cotilleos -del tabaco, esta semana no hablaré-, se impuso un bienestar antiguo, cómplice, mientras la conversación circulaba por cauces familiares. El anfitrión inauguró uno al declarar que estaba leyendo a Paul Celan, poeta rumano de lengua alemana cuya obra es un paradigma de la poesía críptica de la segunda mitad del siglo XX. Mucho más tarde, ya más de mañana que de madrugada, al disolverse la reunión, Ángel decidió hacer uso de sus prerrogativas patriarcales y quedarse a dormir en el cuarto de invitados. Así, descubrió enseguida el origen de la tensión que habíamos percibido al principio. Apenas cerró la puerta del dormitorio, los dueños de la casa se entregaron con ardor a la bronca conyugal que había interrumpido nuestra llegada hasta que, en un momento determinado, Joaquín gritó dos veces seguidas la misma frase, ¡no entiendo nada! Entonces, Ángel salió al pasillo, miró a su mujer y le hizo una pregunta: ¿Qué pasa, ya está leyendo otra vez a Paul Celan?

La pregunta que se estarán haciendo ustedes es por qué les cuento esto. Les responderé enseguida. ¿Recuerdan cómo estábamos hace una semana? La subasta de deuda griega nos tenía con las carnes abiertas. Su previsible fracaso acarrearía el de la portuguesa y después, el de la nuestra. El lunes, las informaciones económicas desteñían tintes más negros que la conciencia de un especulador, y de repente, ¡oh, milagro!, a los inversores les gusta el sur de Europa. ¿Quién ha aflojado la soga? ¿Por qué? ¿Cuándo volverá a apretarla?

De un tiempo a esta parte, las informaciones sobre la crisis se parecen cada vez más a la obra de Paul Celan. Yo, por lo menos, no entiendo nada.


La columna me parece doblemente desafortunada. Por un lado, la "idea fuerza" que la justifica está realmente pillada por los pelos. O, quizá, la autora de Las edades de Lulú no ha sabido expresarla. La colación del (para mí ignoto) poeta rumano y su relación con las informaciones sobre la crisis ni termina de quedar clara ni en ningún caso resulta atractiva o de algún interés concreto para el lector. El paralelismo que quiere trazar Grandes recuerda a esos momentos incómodos que se viven cuando, en una reunión social, alguien quiere expresar algo comparándolo con un viejo chiste y lo cuenta mal. "Es como el chiste ese de..." y ni tiene gracia ni resulta pertinente como ejemplo.



El otro problema me parece más grave. Hagan el experimento de volver a leer la columna quitándole los nombres propios. "Una vez fui a una cena que ofrecía una pareja y allí acudió también un señor mayor que, si se hacía muy tarde, solía quedarse a dormir". Algo en ese estilo. ¿Verdad que el sentido del texto permanece inalterable? Siendo así, ¿por qué demonios se ofrecen los nombres propios, conocidísimos encima, y además en una situación que pertenece estrictamente a su privacidad?



Quizá, viendo el rumbo que han adquirido las cosas desde que Cuatro se fusionó con Telecinco, los columnistas de El País han decidido dar a sus textos un toque Sálvame DeLuxe.

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